Terminamos de reír, y nos miramos a los ojos. Me encantaba mirarla a los
ojos, podía verme en ellos y me sentía volar.
El silencio nos acompañó, pero ella decidió romperlo.
—Tienes unos ojos de niño—, sus ojos me sonrieron.
Me sentí vulnerable, me puse a la defensiva.
—No se te ocurra volver a decirme eso—, desvié la mirada.
—Lo digo en serio—, insistió.
—No vuelvas a repetírmelo— dije.
—Está bien, no lo repetiré—, calló por un momento y se dispuso a dejar
el lugar. —¿Sabes?—, volvió a mirarme, ya se había puesto de pie, —creo que esa
es la razón por la que no me es difícil mirarte a los ojos tanto tiempo—,
agregó. Y se fue.
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